MI MEJOR MAESTRA
”!Hola Sofia!” Mi amiga venía saltando a mi encuentro. Tenía una falda de lana y calcetines largos y calentitos. Su chaqueta era roja con una capucha, su gorro también rojo y alrededor de su cuello tenía una bufanda de diferentes colores. Casi como una caperucita roja. Era mi mejor amiga por aquel entonces.
“!Hola Ana!” le contesté. “Te olvidaste de tus guantes hoy? Hace frío.”
“No, los tengo en la mochila. Anda, ¿vamos a buscar a Carlillo?”
”Vale, pero tenemos que darnos prisa. La escuela empieza dentro de poco.”
Poco antes de llegar a la escuela entramos en un camino bilateral para ver si Carrillo todavía estaba en casa. Justo al llegar a su portal salió por la puerta. ”!Hola, chicas! No llegaremos tarde, ¿no?” Sus ojos azules nos miraban con curiosidad a las dos. Carrillo era un encanto. Siempre amable, siempre alegre, pero tenía ciertas dificultades en la escuela. No era el único. Habían niños y niñas con diferentes problemas, pero desde el primer curso nuestra maestra nos había tratado a todos por igual. “Vamos, chicas, a ver quién llega el primero.” Su sonrisa iluminó su cara, contó hasta tres y fuimos corriendo, resbalándonos en la nieve, tragando los copos de nieve que caían sin cesar. Ana llegó la primera, Carrillo el segundo y yo la tercera.
Nos sacudimos la nieve antes de entrar en el pasillo, colgamos nuestras chaquetas, gorros, bufandas y guantes, nos quitamos los zapatos, poniéndonos zapatillas y la misma alegría de siempre nos invadía al saber que nos esperaba otro día escolar.
”!Buenos días a todos! !Poned os en fila y a callar!” La cara de la maestra lucía bajo la lámpara del pasillo y una sonrisa cariñosa le decoraba su cara de mujer adulta y sabia.
Después de haber estado todos hablando en voz alta el uno con el otro, con nuestras mejillas todavía rojizas del frío fuera, nos quedamos todos quietos, callados y serios. Con caras de querer entrar en la clase para poder pasar un día más aprendiendo a escribir, a contar cuentos, a leer historia y religión, a cantar y a pintar la mirábamos a nuestro ídolo, a nuestra maestra que era como un puerto con aguas tranquilas, donde podíamos anclar nuestras jóvenes vidas sabiendo que nos enseñara de todo.
Habíamos navegado todos juntos en el mismo barco desde hacía cinco años y todavía esa fabulosa mujer veía a cada uno de nosotros, conociendo nuestras facultades, nuestras habilidades, nuestros lados buenos y nuestros lados malos y siempre nos dirigía en la dirección adecuada. Nos enseñó a escribir y a leer, nos enseñó historia y religión, nos enseñó matemática, nos enseñó a cantar y a hacer teatro. Y siempre estaba allí para nosotros. Durante más de cinco años había sido así y pensé que siempre sería así, pero un día durante ese invierno mis padres me dijeron que no íbamos a quedarnos allí, nos íbamos a mudar a otra ciudad, a una ciudad grande y bonita. De repente sentí como el viento soplaba más fuerte, las aguas se pusieron turbulentas, las olas lamían los costados del barco. Sentí como no podía agarrarme, no podía quedarme. Me ahogaría porque mi puerto seguro lo veía muy lejos. La tristeza me invadía agarrándose a mi joven alma.
Pero no fue hasta que llegué a la nueva escuela en la ciudad grande, que comprendí lo que había perdido al perderme en la tempestad. Ese puerto con aguas tranquilas que había sido mi maestra de la infancia no lo iba a encontrar nunca más. En aguas turbulentas aprendemos a nadar y llegué a aguas aún más profundas, a aguas más distantes. Llegué a ser maestra, yo también, pero nunca, nunca he podido olvidar esa fantástica persona que construyó el fundamento de mi ansiedad por aprender. ?No será el verdadero fin de un buen maestro el enseñar a un niño cómo buscar el conocimiento y la sabiduría sin su maestro, a enseñarle ser no solamente tan sabio como él, sino que quizás que pueda llegar aún más lejos en su conocimiento del mundo? Eso, pues, es lo que me enseñó mi mejor maestra, mi ídolo de la niñez.
Gunnel Sofia Wahlberg Lindstedt